174.- La relación dialéctica entre la cláusula del progreso y el llamado principio de progresividad - RJCornaglia

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Publicado en la Revista “La Causa Laboral” de la Asociación de Abogados Laboralistas, octubre de 2007, año VII, n° 30, p. 16
LA RELACIÓN DIALÉCTICA ENTRE LA CLÁUSULA DEL PROGRESO Y EL LLAMADO PRINCIPIO DE PROGRESIVIDAD.
                             Por Ricardo J. Cornaglia.
         
INTRODUCCIÓN.-
Los cincuenta años cumplidos de la reforma constitucional de 1957 y la consagración del art. 14 bis, que constituye el programa social parcialmente incumplido, pero paradójicamente vigente, nos impulsan a advertir que la aceptación instrumental de su operatividad, refiere necesariamente a la relación que debe guardar esa norma y los principios generales que la inspiran, con la cláusula del progreso, como instrumento sistémico de la superestructura de la sociedad actual.
Los juristas del derecho laboral siempre han encarado la  reformulación crítica del Estado de derecho, (que tuvo por piedra angular la cláusula del progreso), a mérito de su superación por el Estado social de derecho y a partir de la conciencia asumida de la situación de los trabajadores. Esa conciencia asumida de un estado de desposesión que sufre el proletariado, es la determinante del principio de progresividad, que guarda una relación conflictiva e instrumental con referencia al progreso como principio regular de las sociedades de la modernidad.
         Hoy, la conceptualización que intentamos, procura ayudar a resolver la relación conflictiva de la Constitución, con las normas desreguladoras que la desafían y subvierten, en una relación esquizofrénica.
         En extenso, hemos abordado el tema en la Ponencia titulada “El llamado principio de progresividad en relación con la cláusula del progreso”,   que presentáramos a la XV Conferencia Nacional de Abogados organizada por la Federación Argentina de Colegios de Abogados[1] y el Colegio de Abogados y Procuradores de Salta, que se llevara a cabo el 20 y 21 de septiembre en la ciudad norteña y que reiteraremos y expondremos en las XXXIIIas. Jornadas de Derecho Laboral, que se llevarán a cabo en Mar del Plata, los días 15, 16 y 17 de noviembre del 2007, convocadas por la Asociación de Abogados Laboralistas. Venimos en consecuencia machacando sobre este tema, por que nos  parece crucial para entender el estado actual de la disciplina que constituye el derecho social.
         Resumiendo la troncal de dicha ponencia sostenemos:
EL RELATIVISMO EN TORNO A LO POSITIVO DEL PROGRESO.
         El orden constitucional de los Estados modernos se afirma en la secularización del derecho a partir de la lógica del progreso.
         La lógica del liberalismo estuvo afirmada en la cláusula del progreso, que inspira a nuestro preámbulo y hace coherentes al sistemático juego de los derechos individuales.
         Pero uno de los problemas filosóficos inherente al progreso, es su relativismo.
Cuando se quiere entender al progreso, como una concepto social cuantificable, sus contradicciones se agudizan.
¿Es el progreso de algunos, cimentado en el daño que se causa a otros, realmente un progreso legítimo?
         ¿Es el progreso de las mayorías, el factor suficientemente legitimante?
         ¿Debe el progreso económico apoyarse en el daño evitable de una minoría o un individuo?
         La interpretación materialista y sus desviaciones economicistas, poco ayudan para responder  a esos y otros interrogantes análogos,
         Sigue siendo un tema pendiente para el materialismo histórico el del progreso y sus ambigüedades, que fueron expresadas sin escapar a ellas, por Marx y Engels en materia de colonialismo y revolución en las sociedades precapitalistas.
         La relatividad del progreso, está profundamente vinculada con la temporalidad de su naturaleza.
         Lo progresista de hoy, puede ser considerado conservadorismo mañana, en términos de intentos de recuperar el pasado y sus logros.
         Los logros del progreso capitalista, son puestos en duda y revisión por la cuestión social y sobre ella el socialismo construye el rescate del ideal del progreso, sobre el que el liberalismo creara su descreimiento.
         Ese descreimiento sobre el que Oswald Spengler, construyera su teoría decadentista.
         Es el socialismo el que pone sobre las espaldas del movimiento obrero la tarea de construir la historia, demoliendo al capitalismo, para expresar en la sociedad socialista la formulación del progreso de la humanidad.
          El desafío lo supera, a las hora de las realizaciones concretas. El muro de Berlín se derrumba, carcomido por el progreso prometido y no alcanzado.  
          Desmentidas en los hechos. Las sociales democracias reformistas, extorsionadas por las crisis económicas cada vez más periódicas, hacen retroceder a los Estados de bienestar construidos a partir de sus principios y gobiernan con las crudas políticas de neo-liberalismo, púdica forma de mal disimular a la restauración conservadora de la escuela de Chicago.
         Desde entonces, resulta obvio para muchos, que la ideología del progreso primero cambia de metas, y luego pierde el destino.
         Pero aún esta sociedad descreída, debe encontrar su progreso y hacerlo en términos de racionalidad, al punto de que el quehacer de la humanidad deje de ser caótico y aterrorizante.
         La conceptualización del llamado principio de progresividad, trae el peligro de constituirlo en una identidad abstracta, independizada de su dinámica función temporal.
         Esa estructura temporal del concepto, está reñida con su positivización identitaria, en la medida en que esa identidad sirva para transformarlo en un fetiche.
         John Holloway ha teorizado a partir de Marx sobre la fetichización y la función que ella cumple con referencia al poder-sobre, en oposición al poder-hacer.[2]
         El principio de progresividad, retomando sus doctrinas dialécticamente y aplicándolas en relación al rol del derecho, permite romper con el fetiche del progreso, que sirvió fundamentalmente para constituir una sociedad y en un Estado al servicio del capitalismo y a su horrible medida.
         La tensión estará entre la adjudicación del principio de progresividad de una simple función fetiche, propia del poder-sobre, con su sentido conservador de la injusticia social sosteniente de un régimen social injusto y la función liberadora, desafiante del orden establecido.
         Para el derecho social, el peligro de caer en el fetiche es su máximo desafío. La objetivación de lo hecho se enfrenta con la función de construir un derecho para el hacer.
         Con referencia a la cuestión social, la historia del derecho, ha terminado por ser hegemonizada por el fetiche del derecho de propiedad en su versión de la era de la modernidad y la economía capitalista, que construyó el derecho positivo del presente.
         Ese derecho positivo hecho, incluso el constitucional básico del individualismo, ha sido la construcción jurídica del respeto al trabajo mercancía, con su postergación del hombre y su cosificación economicista, esencial para sostener la dominación de la economía por un sistema abstracto e irracional que ha transformado al capital como un poder superior a los Estados. Estados que primero sirvieron para la acumulación interna y ahora sirven obedientemente al capital constituido como fuerza financiera internacional globalizada.
         Como lo supo destacar Holloway, la fetichización sirvió para separar lo hecho del hacer.[3]
         El pensador irlandés, destaca la importancia de la diferenciación entre el poder hacer y el poder sobre, (también de lo hecho con el hacer). Y lo funcional que resulta al poder sobre la relación objetivante del concepto trabajador, al que por esa vía se lo deshumaniza, por un lado y por el otro la relación subjetivante de la mercancía (lo hecho), que mediante la fetichización es transformada en un sujeto.
         Es así que el poder existente se funda en transformar las relaciones entre personas, en relaciones entre cosas.
         Y el fetichismo cumple su función de separar el hacer de lo hecho. La conducta trabajo (hacer) de la mercadería, (lo hecho).
         La fractura del hacer implícita en la fetichización es significativa en cuanto a la fundamentación del derecho positivo y sirve a la reificación de sociedad.
                   
LA AFIRMACIÓN DEL PRINCIPIO DE PROGRESIVIDAD EN LA JURISPRUDENCIA DE LA CORTE.
         La C.S.J.N. en septiembre del 2004, dio un salto cualitativo en materia de su doctrina sobre los derechos sociales de singular importancia. Las sentencias dictadas en  “Castillo c. Cerámica Alberdi S.A.”[4], “Vizzoti, Carlos A. c. AMSA S.A. s. despido”, sentencia del 14 de septiembre del 2004 y “Aquino Isacio c. Cargo Servicios Industriales S.A.”, del 21 de septiembre del 2004, tuvieron la valentía de actualizar un doctrina vetusta y arcaica en materia de aplicación de los derechos humanos y sociales.
         Una prensa amarilla desarrolló una campaña crítica de la Corte, advirtiendo como siempre en términos amenazantes del caos económico. La Corte salió airosa y fortalecida, en un momento en que necesitaba como nunca, pasar por sobre un pasado en el que perdió credibilidad a partir de dejarse influir por las políticas económicas que inspiraban un orden público afirmado supuestamente en el progreso, propio del más crudo economicismo, con agravio de los derechos de la ciudadanía.
En los votos de los ministros de la Corte Enrique S. Petracchi y Raúl E. Zaffaroni, en la sentencia dictada en la causa “Aquino”, se fundó el decisorio en el agravio el principio de progresividad.
En este fallo, por fin la Corte asumió que este principio de progresividad[5], tiene raigambre constitucional en el art. 14 bis y en una serie de Tratados Internacionales de Derechos Humanos y Sociales que nos rigen. Además se señaló en el fallo el antecedente propio del derecho comparado, de las resoluciones de Tribunales como la Corte de Arbitraje Belga y el Tribunal Constitucional de Portugal y el Consejo Constitucional francés.
Podría haber citado la Corte en materia de derecho comparado, la reciente reforma de la Constitución de Venezuela que positiviza al principio de progresividad en materia de derechos humanos (en su art. 19) y de derechos del trabajo (en su art. 89) o en el derecho interno, al art. 39 de la Constitución de la Provincia de Buenos Aires, que a partir de 1994, consagró ese principio  en forma explícita.
           Pero en lo esencial, lo más importante del fallo está la relectura de nuestro artículo 14 bis, comenzando por la indagación sobre la voluntad de los constituyentes. Recordando las palabras del miembro informante de la Comisión Redactora de la Asamblea Constituyente de 1957, sobre el destino que se le deparaba al proyectado art. 14 bis, en estos términos: “Sostuvo el convencional Lavalle, con cita de Piero Calamandrei, que "un gobierno que quisiera substraerse al programa de reformas sociales iría contra la Constitución, que es garantía no solamente de que no se volverá atrás, sino que se irá adelante", aun cuando ello "'podrá desagradar a alguno que querría permanecer firme" (Diario de sesiones..., cit., t. II, pág. 1060)”.
       En consecuencia y a partir de esos valores, es que el artículo 14 bis ordena en materia laboral, dictar leyes para asegurar derechos a los trabajadores y desactiva normas que fueron dictadas para desasegurarlos.
       Asumió en definitiva el más Alto Tribunal, implícitamente, que por medio del principio de progresividad opera el derecho del trabajo a partir del reconocimiento del estado de necesidad de amplios sectores de la clase trabajadora y cumple la función de reparar racionalmente la des posesión implícita en la relación de trabajo del orden económico capitalista. Relación de subordinación que legitima la apropiación por el empleador de esa fuerza de trabajo y las ganancias que genere, ajenizando al productor del trabajo de los riesgos que asume quién lo explota en su beneficio.[6]
Este principio funciona como una válvula dentro del sistema, que no permite que se pueda retroceder en los niveles de conquistas protectorias logrados.
Impide el retroceso a condiciones propias de períodos históricos que registran un mayor grado de des posesión legitimada.
Se expresa articuladamente para cumplir la función protectoria con el principio de la irrenunciabilidad y las reglas de la norma más favorable y de la condición más beneficiosa. En esencia, limita la cláusula del progreso, a partir del deber de no dañar, subordinando lo económico a la defensa de derechos humanos fundamentales.
Debe también destacarse que en el fallo “Aquino”, la distancia que existe entre el derecho del trabajo y el derecho al trabajo, comenzó a ser recorrida conceptualmente. Y se eligió la última preceptiva como destino, meta y contenido del concepto fundante del decisorio. Es el derecho al trabajo un punto debatido y a agotar en esta época de la post modernidad, que cobra especial relevancia.
Si la modernidad tiene por marca al derecho del trabajo, la post modernidad retoma el derecho al trabajo, como una cuestión que no puede ser más postergada.
No es poco que la Corte eligiera el concepto que hoy interesa a la ciudadanía del trabajo, por el que se estructura trabajosamente y pese al mercado, una red de seguridad básica en la sociedad. Una garantía que llega a plantearse el derecho al salario de subsistencia, compensación por el empleo escaso, que construye el mercado su funcionamiento insolidario, es hoy tema abordado en los países centrales y avanzados.
Que se comience a vislumbrar en fallos que llegan después de la lluvia ácida de normas y doctrinas judiciales inspiradas en la regresividad, nos permiten esperanzarnos. Creer que el cambio es posible. Que aún de lege lata, respetando la Constitución, se puede reconstruir lo destruido y construir sobre las cenizas.
EL SENTIDO DEL LLAMADO PRINCIPIO DE PROGRESIVIDAD EN LA ERA DE LA GLOBALIZACIÓN.
El llamado principio de progresividad, (una regla garantista instrumental del progreso), contradice la idea del progreso masivo e ineluctable, tan afín y natural al positivismo, y sobre la cual se afirmara la ciencia económica liberal clásica para asentar la construcción conceptual del mercado, asignándole la tarea de una mano mágica.
Era ella una mano que llevaba hacia el progreso de todos. La propuesta resultó ilusoria y el progreso de todos se tradujo en el fenómeno inédito de la pauperización de los más. Insertos en la trampa estamos y la pauperización sirve para la ruptura de todos los vínculos sociales y la desafiliación, en un tránsito regresivo, donde la clase trabajadora, como último escalón de las políticas expoliadoras del mercado, sigue siendo el único estado social en el que el des afiliado se refugia a partir de la esperanza de subsistir por el trabajo. Con o sin proyecto histórico. Con o sin destino manifiesto. Con o sin revolución.
Es en ese marco conceptual que el progreso de los trabajadores puede ir acompañando al progreso de todos o contradiciéndolo, negándolo o retardándolo.
Mientras la miseria sea el cimiento del progreso de algunos, la idea de totalidad pierde sentido y el progreso de los explotados, aunque fueran minorías y no lo son, sería más importante que el sueño de una totalidad que resulta imposible de mensurar. Y ridículamente mensurable en términos contables a valores de los PBI, tan afectos a algunos aprendices de economistas.
La regla de la progresividad de los trabajadores significa rescate de un estado de des posesión. Conceptualización de la cuestión social. Tarea pendiente que sin resolver, demuestra hipócrita a la noción del progreso de todos.
Y en el análisis temporal el ll          amado principio de progresividad encuentra mejor enclave en una temporalidad seriada, con ritmos de desarrollo superpuestos, en los que cobra sentido la válvula-seguro de la no regresividad; que en la concepción del tiempo hegeliano “centrado”, que resulta mucho más ajustada a un idealismo afín con el progreso de “todos”.
En definitiva, con un progreso guiado para todos, que engordó la idea del bien común, en la que se asentó primero el tercer estado y hoy una tecno burocracia política - financiera empresarial, que camina sobre los cadáveres y la miseria de muchos.
           En la era  de la globalización, construir desde la doctrina, un principio general del derecho (en nuestro concepto una regla general del derecho), con sus notas de validez universal, expresivo de los valores reivindicables en este  momento histórico, hace a los fundamentos del derecho de gentes y no queda anclado en los derechos positivos nacionales.
         Sin embargo, la defensa de un orden de garantías, tiene que ver con los limites jurídicos de los Estados nacionales y su capacidad de resistencia, ante el daño que puede surgir de la misma globalización, necesaria para algunos, destructiva para otros.
         Rubén Dri, apoyándose en Petras ha señalado con agudeza que el concepto de globalización comienza a circular a fines de los 60 como sustituto de “imperialismo”, dado que este concepto tenía acentos peyorativos. Señala que fueron periódicos como Business Week, Fortune y revistas de negocios norteamericanas las que lo divulgaron, de manera que el concepto de globalización entró en la jerga periodística para describir el fenómeno de expansión de capitales y de empresas norteamericanas, europeas y japoneses conquistando espacios económicos.[7]
         A esta altura de las circunstancias, es evidente que todo el mundo habla de la globalización y seguir estudiando al imperialismo, como etapa superior del capitalismo, implica cargar con el peso de ser un intelectual fuera de moda. Reconocer el poder inmenso de las empresas protagonistas de la globalización significa avalar la imposibilidad de resistir a ese poder por los Estados nacionales y los derechos que ellos construyen. Plantear esa inevitabilidad, lleva a legitimar el poder de daño de esas empresas.
         La cultura de la globalización, asimila el progreso a las políticas de la llamada con sorna Santísima Trinidad, conformada en el presente por el FMI, el BIRD  y la OMC. Políticas que sirvieron para favorecer a los Estados Unidos, la Unión Europea y Japón, de donde provienen las quinientos empresas más grandes del mundo, (el 47 por ciento de ellas norteamericanas, el 37 por ciento europeas y el 10 por ciento japonesas).
Pero esas empresas transnacionales, encuentran útiles a su destino, perder el rastro de sus orígenes y escapar a todo control a intentar de su accionar. Escapan al control de origen, que además no se le ejerce a mérito del beneficio que generan y reparten en sus propias sociedades desarrolladas, a partir de la superexplotación de las naciones y sociedades del subdesarrollo. Pero lo que es más grave, escapan al control de sus víctimas, que a mérito de la cultura de la dominación que asumen, justifican el daño que causan, como si el mismo resultara inevitable.
         Todo esto no deja de ser una enorme ficción, de arrasadores efectos reales. Que conduce a las sociedades víctimas hacia un abismo y al mundo entero hacia el desastre, cabalgando como los siete jinetes del Apocalipsis, sobre una economía de irresponsables supuestamente equilibrada por un mercado que todo lo puede arrasar.
La penetración del escepticismo, sobre el rol que cumplen los Estados nacionales y sus órdenes jurídicos, en relación con su función legitimante de los regímenes de explotación, ha llevado a la izquierda de la post modernidad, a transformarse en epígona de la globalización, apostando a la revolución mundial, en función del protagonismo de la multitud, para usar los términos de Antonio Negri.[8]
         Hay en ello un prejuicio que no deja de manear a la propia revolución y niega en toda evolución un posible sentido positivo. El culto utópico de la revolución es necesario a la esperanza, imprescindible faro en la hora del escepticismo. Pero puede llevar a la reificación y fetichización de la revolución, que constituye en la más solapada forma de negarla desde adentro. La revolución entonces pasa a ser una cosa y no una tarea de hombres, corriendo la misma suerte que describimos del progreso, o el continuum indefinido del evolucionismo. Haciéndonos menos responsables a los hombres, de los procesos de cambio que demos asumir. En lo cotidiano o en los grandes momentos históricos de los pueblos, que por ser extraordinarios, no suelen darse fácilmente.
         Desde el derecho y a partir del daño a proteger, en uno de los planos posibles, la doctrina construye trabajosamente, una regla general de derecho para batallar contra esa realidad de espanto, donde feroces tigres de papel, hambrean a los pueblos. Limitando el daño a causar a mérito de la invocación del progreso como fetiche, la conciencia del hombre se abre a una idea legitimadora de los recursos que resistan, negando la inevitabilidad del daño y obligando a prevenirlo y repararlo.
         Se trata de construir un derecho humano de resistencia.    


[1] El autor fue designado Presidente de la Comisión No. 1 de dicha conferencia. A su propuesta, el despacho de dicha Comisión consagra al respecto: “En el análisis de la cuestión social en relación al principio de progresividad hubo coincidencia en que es una norma constitucional propia de los estados de derecho social que instrumenta el garantismo protectorio de los derechos humanos y sociales de los trabajadores, que constituye un impedimento para que los poderes públicos y los particulares violen las reglas generales del derecho del trabajo, de respecto a la condición más beneficiosa y de la norma más favorable. Impide que a mérito de la invocación del progreso y el orden público económico se sancionen normas o ejerzan actos que afecten el principio general de indemnidad del trabajador.
El acogimiento que llevó a cabo la Corte Suprema de Justicia de la Nación en distintos fallos desde el mes de Septiembre del año 2.004, ha permitido un avance notable y progresista de la jurisprudencia argentina que debe ser mantenido y profundizado. Tiene raigambre constitucional este principio y consagra los valores mas caros del estado social de derecho.
[2] Ver: John Holloway, en Cambiar el mundo sin tomar el poder. Universidad Autónoma de México, Argentina, tercera edición, 2005.
[3] La fractura del hacer es significativa en cuanto a la fundamentación del derecho propia de positivismo, tempranamente cuestionado por Carlos Cossio con su teoría egológica del derecho, que asume a la norma como conducta humana.
[4]  Sentencia de la C.S.J.N. del 7 de septiembre del 2004, publicada con nota del autor de este artículo, titulada “El acceso a la jurisdicción en las acciones por infortunios laborales ante el juez natural”, en el diario La Ley del 28 de septiembre del 2004, p. 3 y ss
[5] La Corte lo categoriza como un principio general del derecho. Por nuestra parte advertimos que se trata de  una regla de derecho que limita, ordena y sistematiza al principio del progreso.
[6] Ver: Del autor de este artículo  “Reforma Laboral. Aportes para una teoría general del derecho del trabajo en la crisis”, La Ley, Buenos Aires, 2001. Capítulo 20: “El principio de progresividad y la temporalidad del derecho del trabajo” y Capítulo 21: “La positivización y constitucionalización del principio de progresividad”.
[7] DRI, Rubén; “La revolución de las asambleas”, pag.39, Ediciones Diaporías, 2006, Bs. As., Arg.-
[8] Ver de Antonio Negri y Michael Hardt, “Imperio”, Paidos, Buenos Aires primera edición , 2002 y “Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio”, Debate, Buenos Aires, 2004. Rubén Dri, saliéndoles al cruce a Negri y Hardt sostiene: “La multitud a la que apela Negri como la fuerza que ha de terminar con el imperio no es otra cosa que una consecuencia de la dominación imperial. Efectivamente, la dominación imperial fragmenta a los sujetos sociales y políticos capaces de oponerle resistencia. La universal dominación funciona como un universal abstracto que no se dialectiza con los particulares para formar un universal concreto, sino que los fracciona y domina. Negri al apelar a la multitud en lugar del pueblo, hace de necesidad, virtud. La multitud no es una bendición porque no es sujeto. No es poderosa, es impotente, porque es un conjunto de átomos. Se hace poderosa y puede vencer al poder imperial en la medida en que se transforme en sujeto, en pueblo. Al postular la dispersión multitudinaria Negri nos ofrece el pasaporte para la derrota. Buenos Aires, 15 de Mayo de 2002. (Obra citada, p. 36). Ver también: Atilio A. Borón, “Imperio e Imperialismo”, Clacso, Buenos Aires, tercera edición 2002.
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