Folletín I. - RJCornaglia

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Folletín.
Deshilachadas memorias de un octogenario.

Octubre del 2020. Quilmes y aislado por la pandemia.

1.- Los orígenes de mi tímido agnosticismo.

Nací a principios del año 1939, cuando estaba por estallar  la segunda guerra mundial, en el Hospital Salaberry, en el barrio de Mataderos, de la ciudad de Buenos Aires. A los ochenta y un años, escribo esta reflexión, que probablemente a pocos llegue a interesar y quizás, su único sentido es poner  en orden las remembranzas y dejar testimonio de ellas, para algún nieto interesado.
Con algo de lógica decidí sin pretensiones llamarlas “ Deshilachadas memorias de un octogenario”.
Se tratan de los desordenados recuerdos de un hombre, que ejerció varios oficios para ganarse la vida y por más de cincuenta años la profesión del abogado laboralista y lo sigue haciendo. Una profesión que dio sentido a mi existencia, pero que suele ser vista como la de los “caranchos”, lo que me obliga en esta hora de verdades, a asumirla críticamente. No para justificar, sí para entender.
Como sucede con la pareja, uno mantiene con su profesión una ambigua relación de amor-odio, en la medida de la intensidad de su pasión.
Pienso que el abogado vanidoso resulta poco inteligente, porque pierde lo mejor que tiene su servicio y pasa por la humildad. Deja de servir, para servirse.
Con el tiempo llegué a tener eso claro, pero aún sigo luchando contra mis complejos de inferioridad, que me empujan a la estupidez propia del vanidoso. Y temo ser o parecer estúpido.
Las contradicciones se encargaron de complicar mi destino. Reivindico mi origen en la pobreza del hospital público, en el barrio de Mataderos, pero nunca me sentí porteño, por lo que perdí a ese barrio como cuna referencial, y a la porteñidad como marca de orillo, sin que eso sirviera nada más que para el desasosiego.
Buenos Aires fue un lugar de paso para mis padres, que unidos por la vida, se afincaron primero en Quilmes y a poco en Bernal Oeste, en la calle Lynch, divisoria con el partido de Avellaneda.
Mis primeros recuerdos conscientes, me encuentran a los cuatro años, en una casa a dos cuadras del “triángulo”, donde la Avenida Mitre se abre hacia el Sur, en busca del corazón, que añora el tango. Una casa en la que convivimos  con los dueños, alquilando dos piezas, una que servía de improvisada cocina (porque contábamos con un calentador a querosene)y cuarto de trabajo. porque mi madre tenía una máquina de coser como instrumento para conseguir el alimento y mi padre una maquinita de escribir portátil (su herramienta de trabajo). La otra pieza era el dormitorio. El baño era compartido.
En la bruma de la añoranza, se mezclan don Luigi (que sonaba Luiyi) y doña María, con mi madre atareada, doblada sobre la máquina coser. Mi padre ingresa en el recuerdo de pie, de sombrero, con los ojos vendados y llevado del brazo por mi madre, a una curación y examen que se le hacía en el Hospital Santa Lucía, convaleciente todavía de una delicada operación de extirpación de un sarcoma melánico, que le hicieron en ese nosocomio. Su caso hizo historia médica y cuando entró a la sala de operaciones, los pronósticos danzaban entre la muerte y la ceguera. Para sorpresa de todos, conservó la vista del ojo no operado. En los comienzos de los años 40, superar un cáncer de esa forma, no era poca hazaña, que debían compartir facultativos y paciente.
Yo tengo vívido y presente ese viaje, que ellos hicieron en el tranvía 22 , que pasaba por la Avenida Mitre y el agradecimiento de mi madre, a los dueños de casa, por quedar cuidándome. El dificultoso subir de la pareja al tranvía y el aleteo de pájaro de la mano maternal como despedida y promesa de retorno. Luego, el regreso a la casa, con doña María de la mano, hasta ingresar en la galería con pisos de mosaicos y entrar en su cocina, que me resultó extraña, porque en nuestra pieza carecía de esa comodidad. La sensación de desamparo se mezcló, con el saberme a cargo de otros.
Vivimos en esa casa hasta que cumplí los seis años y el barrio todavía se me torna familiar. La esquina del Reloj, llamaban a la calle Lynch con la avenida Mitre, porque un gran reloj la adornaba. Allí comienza mirando al norte el partido de Avellaneda.
En una de las cuatro esquinas estaba el almacén de los Ciambrone, con su bar contiguo, que a los fondos tenía una cancha de bochas. Era la cabecera y parada final, de la línea de colectivos llamada el Blanquito, que llegaba hasta Berazategui y para entonces estaba en sus nacientes.
En la otra esquina, estaba en construcción lo que luego fue una parrilla. Cuando la obra no estaba terminada, un medio día, una banda de asaltantes, fue cercada por la policía y refugiada en ella, comenzó un tiroteo que se me antoja duró largo rato. El barrio se alborotó como nunca y mi casa que solo tenía otra de por medio con el refugio de los maleantes, me dio la oportunidad de seguir las alternativas del tumulto y las corridas policiales y sus puteadas.
Otros recuerdos rondan con esa esquina. Uno de ellos, fue que la avenida Mitre se puso de fiesta porque el vicepresidente de la República, el entonces Coronel Juan Domingo Perón, en plena campaña electoral, regresó a la Capital Federal de un acto oficial y viaje a La Plata y la gente se amontonaba para verlo pasar vivando.
El fervor de la gente, contrastó con la actitud crítica que adoptó mi padre, que miraba con desconfianza a todo uniformado haciendo política. Lo noté molesto y sin compartir la alegría general, le pregunté el por qué y su respuesta fue, que un buen criollo, no apuesta al caballo del comisario. El tiempo se encargó de ir aclarando su laconismo, pero el hecho y su respuesta comenzaron a inculcarme un agudo sentido crítico a ejercer sobre las manifestaciones de masa y la falta de espontaneidad para sumarme a ellas. Me hizo proclive a tener más simpatía en la vida, por el rol de ser opositor, y la desconfianza de todo oficialismo, con las cargas que ello implica.
Los contrastes fueron definitorios y desde entonces, me persiguen. Me obligan a ejercer la crítica permanentemente, con todo lo acerbo que ella arrastra.
Otro recuerdo de la esquina del reloj, estuvo vinculado con la forma en que se inundaba.
Con grandes lluvias, la esquina almacenaba más de un metro de agua que se estancaba y la Avenida Mitre se paralizaba. Los coches de los porfiados que se le atrevían al aparente inofensivo charco, quedaban en el medio del mismo, con el lógico enojo de los que para abandonarlos a su suerte, tenían que salir del aprieto con el agua hasta la verija. Todo ello entre la mirada socarrona de los vecinos y la burla estentórea de los purretes, a los que quería sumarme y no me atrevía de tímido y pelandrún.
Los criollos de nuestro sur, inmediato y pampeano, llegaban con su caballos y carros a changuear, sacando coches o haciéndolos pasar. Era una fiesta mojada. Más valía un mancarrón viejo, que inútiles caballos de fuerza de esos coches inservibles, para superar la inundación.
Comencé a mirar con simpatía a un criollo a caballo o con carro y con desconfianza a esos automovilistas, que regateaban la ayuda o se sentían estafados por el precio de un mercado, que como todos los otros, de la extorsión hace mérito. En algunos casos, era evidente que se estaba explotando un estado de necesidad, desde otro estado de necesidad.
Empecé a entender los secretos de la negociación de los servicios y las leyes que gobiernan al precio del trabajo eventual. Era un  buen espacio para distinguir qué papel juega la estrategia del dominante y cómo la suerte está determinada por el entorno social. Una cosa me quedó clara. La puja parecía cargada de una solapada violencia contenida. El regateo era entre veladas amenazas contenidas.
Otra cosa me impresionó de esos recuerdos, fue que la violencia tenía casi siempre protagonista a los criollos y que éstos eran mirados con desconfianza y cierto desdén por los inmigrantes que habían llegado al estatus de patrones (como don Luigi y doña María). Quien en esos años podía lucrar alquilando, trataba a sus inquilinos como patrón. Y como en casa se vivía una odisea todos los meses para poder pagar el alquiler a tiempo, la relación se nos hacía tensa en los primeros días del mes, con los viejos italianos que eran más buenos que el pan.
Fuí aprendiendo a convivir la dominación económica y sus causas y  los infinitos vericuetos que ésta tiene. Las matrices culturales duraderas, suelen comenzar en las impresiones de la niñez.
Por haber nacido en el año 1939, cuando una de las masacres más grandes de la civilización se desató, pertenezco a una generación marcada a fuego  por la violencia. Ahora que la muerte se aproxima, después de seis meses de aislamiento, por una pandemia que amenaza con no terminar nunca y por estar quedando el ovillo sin piolín, no dejo de preguntarme si la violencia no es una tentación permanente. Y si la más dura de las violencias, no deja de pasar por uno mismo, como un mal innecesario,  como un acto de valor o sólo es una cobardía más.
En los años setenta, cuando ya tenía más de cuarenta años, siempre en Quilmes, partido paradigmático del conurbano sur, la violencia se había desatado y viví algunas de las aventuras que contaré. Es extraño, que los hechos de entonces se vuelven más mezclados y menos nítidos, que los recuerdos de la niñez. Veremos más adelante si pueden ir siendo narrados.
Volviendo a las añoranzas, percibo el recuerdo de mi primer día de clases. Mi ingreso a la escuela en cuanto a oportunidad y sitio puede ser considerado una elección de mis padres poco afortunada.
Fui a la escuela llevado por mi padre y su amigo, Antonio Gómez Arias, casi analfabeto para entonces, que terminó siendo un exquisito recitador criollo, poeta y folclorista, entre muchas otras cosas. Antonio venía a aprender a leer a casa y también a recitar los artículos que en un estilo y prosa cortada, mi padre, bajo el rótulo de “Brochazos de nuestra tierra”, publicaba todas las semana en Noticias Gráficas.
Me pregunto cómo hacía para sin saber casi leer aprender de memoria complicados textos y que recitaba, pese a una torturante tartamudez a la que desafió con tanto empeño. Lo cierto es que pasados algunos años en la lectura, el recitado criollo y la escritura de poemas, tuvo como  consejero y maestro vocacional a mi padre y él lo idolatraba.
Llegué de su mano al colegio y su mano era enorme,  casi tan fiera como su apariencia. Quizás como éramos compañeros de lectura, acompañó a mi padre en el paseo.
A los cinco años yo ya me había leído Tarzán de los Monos, La isla del tesoro, Los tres mosqueteros y andaba engarzado en Veinte años después y pensó mi madre, que con esos antecedentes debía seguir el camino de una formación seria y religiosa.
Creo que eso fue lo que decidió mi madre, que al nacer me puso de segundo nombre Jesús y aunque votaba al socialismo y a Alfredo Palacios, era una cristiana a la que cualquiera de los cultos de la rama le andaba bien. Como católica no era muy ortodoxa, pero debió pensar que por llamarme Jesús, debía aprender con los curas y las monjas. Me anotaron en un colegio de Monjas, que funcionaba al lado de la Iglesia de Wilde.
En primero inferior las monjas me pusieron a hacer palotes, pero al descubrir que leía de corrido, decidieron que tenía que seguir en primero superior. Dos días de palotear, sirvieron para que me dieran por cursado el primero inferior. Yo era un chico que leía, pero por demás tímido e introvertido.
Entre mis padres que asintieron y las monjas que decidieron, marcaron toda esa especial etapa formativa entre compañeros mayores. Terminaron haciendo de mi timidez un problema personal serio a resolver. Y no tengo en claro si un año en una escuela religiosa, con misa obligada los domingos y primera comunión y todo, o el desequilibrio etario con los compañeros, fueron causantes de muchos de mis problemas. Entre ellos, que cada vez escribo algo en derecho, política o lo que fuera y debo firmar, lo haga como Ricardo J. En un simple punto intrascendente, se encierra el orgulloso porfiar de la inmanencia versus trascendencia. Debe ser porque el Jesús me queda grande y avergüenza. Y sospecho de todo dogma, que sirve de báculo, para ocultar la renguera.
El alivio vino en el segundo grado, cuando ya decididos a mudarnos a unas quince cuadras y con la mudanza me anotaron en el empedernido laicismo de la escuela No. 21, que estaba en la avenida Dardo Rocha y Cerrito, ya en el corazòn mismo de Bernal Oeste.
La avenida Dardo Rocha, también era llamada Avenida  La Plata, y era uno de los dos ramales en que se bifurca la avenida Mitre que muere con el partido de Avellaneda y se prolonga en esos brazos que hacia la pampa. El otro brazo es la avenida Calchaquí. Comienzo de la Ruta 2, en la que actualmente  termina agonizando la autopista, que lleva al Sur, en el cruce de Alpargatas, y que pone a los porteños en contacto, con el paisaje del país, que el cemento les retacea.
Con siete años cumplidos y en segundo grado, comencé mi relación con la escuela pública, que todavía mantengo, pese a las intimaciones, sugerencias y presiones que se me hacen, para que me jubile y rompa con ella en la investigación de las ciencias sociales y la enseñanza de posgrado.  
Nada me llevó más al agnosticismo que la experiencia del año con comunión incluida, entre monjas y curas y el contraste de lo que significó sobrevivir en Bernal Oeste, un barrio de reos y en una escuela que era su reflejo.
Supervivir no resultó fácil, porque seguía siendo tímido, seguía leyendo por mi cuenta en un barrio donde sólo se respetaba al fútbol y su escala de valores. Era menor que mis compañeros de clase, y para colmo, patadura.
La crisis la resolví, rompiendo con la fe, como prueba de sinceridad.
Desde entonces, entre dudando de la existencia de dios y para no quedar sin nada, tuve que buscar la humanidad.
En Bernal Oeste, los chicos, para bien o para mal, éramos agnósticos sin saberlo.

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